Después de varios meses en la Ciudad del Viento y cuando circunstancias "salubristas" me han obligado a volver, me he dado cuenta de lo mucho que he extrañado Madrid.
Me encariño con los lugares igual que con las personas. Y del mismo modo que cuando hace tiempo que no veo a alguien estoy deseando hablar con ella, quedar, o simplemente llamarla, cuando paso un tiempo lejos de una ciudad necesito pasear de nuevo por ella, estar allí. Será porque paseo arriba y abajo, por aceras llenas de gente y por lugares desiertos, porque me gusta recorrer cada rincón y a cada uno le asocio una idea, un momento, una compañía. Porque me gusta la ciudad cuando parece que el asfalto no se acaba nunca bajo los pies, y siempre hay algo nuevo que descubrir.
He echado de menos el templo de Debod por la noche, cuando todo está tranquilo y un hombre grita un monólogo inquietante. Mis paseos por la Castellana, que parece que no se acaba nunca. El café de Alcalá, donde me sentaba durante horas y nunca me parecía estar sola. Los sábados en la cafetería del Reina Sofía, un té y una larga conversación. Las terrazas de Lavapiés y las tapas de la Latina. La calle Arenal, con la Ópera al fondo, esperando. Los kilómetros y kilómetros, sola o acompañada, donde la ciudad era el principio pero también la única meta.
Ahora vuelvo otra vez. Empezaba a echar de menos la Ciudad del Viento...
Me encariño con los lugares igual que con las personas. Y del mismo modo que cuando hace tiempo que no veo a alguien estoy deseando hablar con ella, quedar, o simplemente llamarla, cuando paso un tiempo lejos de una ciudad necesito pasear de nuevo por ella, estar allí. Será porque paseo arriba y abajo, por aceras llenas de gente y por lugares desiertos, porque me gusta recorrer cada rincón y a cada uno le asocio una idea, un momento, una compañía. Porque me gusta la ciudad cuando parece que el asfalto no se acaba nunca bajo los pies, y siempre hay algo nuevo que descubrir.
He echado de menos el templo de Debod por la noche, cuando todo está tranquilo y un hombre grita un monólogo inquietante. Mis paseos por la Castellana, que parece que no se acaba nunca. El café de Alcalá, donde me sentaba durante horas y nunca me parecía estar sola. Los sábados en la cafetería del Reina Sofía, un té y una larga conversación. Las terrazas de Lavapiés y las tapas de la Latina. La calle Arenal, con la Ópera al fondo, esperando. Los kilómetros y kilómetros, sola o acompañada, donde la ciudad era el principio pero también la única meta.
Ahora vuelvo otra vez. Empezaba a echar de menos la Ciudad del Viento...